#51 Hay momentos que no van más rápido a pesar de nosotros
Menos mal que en algún momento, la vida nos recuerda que la lentitud no está tan mal.
Hay cosas que no se dejan acelerar, por más que uno lo intente. Un embarazo dura nueve meses, un vuelo trasatlántico necesita sus horas, y el metro, aunque venga “en breve”, no siempre llega cuando más lo necesitas. Son momentos que parecen no entender de agendas, de prisa, de urgencias y avanzan con su propio compás, como si el tiempo tuviera personalidad propia y se negara a plegarse a nuestros deseos de corre corre y date prisa porque necesitas ver el último video de Tik Tok de alguien haciendo el tonto.
Estamos tan acostumbrados a la velocidad que cualquier pausa nos incomoda porque a lo mejor si paramos nos quedamos solo con nosotros y eso puede que nos guste que veamos nuestros interior vacío.
Vivimos entre notificaciones, decisiones rápidas y entregas inmediatas. Si algo tarda más de lo previsto, empezamos a mirar el reloj como si eso fuera a mover las manecillas y queremos todo ya, sin proceso formal, sin espera, sin el aburrimiento que alguna vez fue parte natural de la vida y que como lo detestamos ahora necesitamos esa dopamina loca que nos hace creer que estamos vivos. Nos hemos vuelto impacientes incluso con lo que antes sabíamos que debía esperar.
Pero la vida, con toda su ironía, nos sigue regalando espacios que no se aceleran, aunque llevemos el mejor smartphone del mercado o el itinerario más eficiente.
Y ahí, en medio de ese tiempo que no corre a nuestra velocidad, aparece una incomodidad que a veces roza la angustia porque no sabemos qué hacer con esos huecos vacíos, con esos silencios largos, con esa sensación de no controlar lo que viene después y porque no nos dan el pastelito de la nueva foto de Instagram con alguna frase motivacional que nos dirá que si nos levantamos por la mañana todo es posible.
Y sin embargo, en ese mismo lugar de espera, si uno se entrega, si deja de pelear contra lo inevitable, puede aparecer algo más. Una especie de rendición suave, de mirada más lenta, de pensamiento que ya no busca estímulos sino que observa, siente, acepta y que se divierte en la oscuridad de la falta de dopamina. El aburrimiento, tan temido, empieza a parecer una pausa legítima y se convierte en un pequeño espacio donde no pasa nada, y eso está bien.
Tal vez ahí esté la lección que no queremos aprender: que no todo tiene que ir más rápido (aunque todo lo que se inventa nos hace ir más rápidos porque es más productivo), que hay tiempos que no se tocan ni se editan, que algunos procesos necesitan su duración para tener sentido, y que no está mal, de vez en cuando, dejar que la vida no se apresure, y simplemente acompañarla, aunque sea desde la incomodidad de un asiento de aeropuerto o de una barriga que ya pesa más de la cuenta.